Poesía joven: poemas del carabobeño Víctor Carbonell

Rosa azul

Hermosa flor invernal

de fríos pétalos y ardientes espinas.

 Danza alegre y llena de vida…

Causando un delirio infernal.

Pobre lobo consternado

añorando una salida;

pues la luna ha reflejado

destellos de cafeína

en la penetrante mirada

de una flor desconocida.

 Pétalos ondulados,

suaves líneas que titilan,

oscilan cadenciosos…

En mis pupilas.

Consuelo de celeste claro

cuando el horizonte evoca risa;

ignora ese mundo raro

su cabellera entre la brisa.

Rugir de mar desbocado

ante la tormenta que atiza;

hay en sus rizos plasmado

para crecer insumisa.

Mientras, el ermitaño impresionado

la contempla en su jardín;

en la estepa que está aislado

solo crece musgo gris.

Cuando mi viaje alcance su final;

daré tu promesa por cumplida,

si negros pétalos

 y gélidas espinas…

Llevas a mi funeral.

Passiflora edulis

Tu verde esplendor te ha abandonado.

Tus flores moradas se han caído.

Te aferras sin gracia a tu estante,

ofreciendo a la vista hojas cercenadas;

mordidas por gusanos

voraces,

malagradecidos,

ignorantes, instintivamente,

de cualquier clase de piedad.

De la gracia y virtudes que portaras otrora

una fotografía me ha recordado:

adolescente tenaz de viva mirada

y aparentes aptitudes para enlazar ambiciones.

Mirada mortecina

y postura cansada;

ofrece hoy en día el sujeto retratado.

Alma y mente cercenadas

por los parásitos;

malditos,

indeseables,

vulgares sirvientes del amenazante tedio;

dejan ver lúgubres ventanas

que evocan cansancio,

tristeza

y soledad.

Plaza de Toros

Tengo dos muelas de leche y los ojos cerrados.

Sonrío sin necesidad de pensarlo.

Tengo delirios de retrovisor como si al fin fuese a salir por esa maravillosa puerta.

Solo es un respiro.

La efímera liberación del abismo:

néctar del alma.

Por un segundo

me hago inmune a la desesperación:

Tengo los bolsillos llenos de ganas de creer

 y tesoros encontrados;

mi cabeza divaga en preguntas.

Tengo miedo de abrir los ojos y mirarme, otra vez,

los bolsillos llenos de abandono

(cadáveres de intentos de fe);

y basura que olvidé hace años.

El cielo se nubla en dudas.

Es duro notar cuánto se diferencian estas de las preguntas:

La emoción de descifrar unas;

en contraparte a la huida de la respuesta

 que pretendemos ignorar.

Tengo delirios de retrovisor y

algo parecido a lombrices fantasmas

en las vísceras.

Tengo un vapor doloroso en los pómulos:

reos que nunca abandonan su cautiverio,

por más que les ruegue dejarme en paz.

Tengo ganas de no elegir más nada,

de volverme autómata.

Observo con nostalgia la blanca espesura,

pretendiendo imaginar la nada,

exiliado en  este orden que es la existencia.

Habitantes de los rincones

El abandono me envuelve en un abrazo triste,

mientras la luz pinta espejismos del pasado.

La brisa y los sonidos que va silbando

hacen  más convincente la ilusión.

En el silencio,

el erial se yergue tal cual es;

mas con la brisa aparecen habitantes de los rincones,

pues cada rincón tiene un rostro y una voz rara,

que se escucha leja y queda

y lo deja a uno perplejo.

En los rincones hay risas corretonas y cantarinas,

ojos fisgones,

colas ondulantes y objetos que ruedan,

también hay manos y cosas

que no se adivina del todo qué eran.

Se esconden en los recodos de los párpados

y tras la maleza de las casas abandonadas.

Aparecen cuando la luz da un giro brusco,

sorprendidas  por los fugaces haces,

y siempre hay un raro intento de sensación

asociado a ellos.

Evocan al pasado

y  es la misma brisa que,

inmediatamente,

los vuelve etéreos y desvanedizos,

dejando solamente el vacío del

“había”.

La calle está vacía,

ahí es cuando tiene más cosas que decirte.

Cuando trata de convencerte

de  que nada es distinto;

aunque solo veas la ausencia de los que estaban

y la nostalgia del desamparo.

Cuando están los dos solos

y la calle se ve tan desolada y triste.

Cuando puedes entenderla

porque ambos se han vuelto solo recuerdos,

que han quedado atrás,

enraizados a las sombras.

Ofrenda

Te he regalado,

de forma implícita,

sin que lo sepas,

o queriendo ignorar que lo sabes,

aquella perinola azul,

la pequeñita,

que siempre hemos tenido en disputa.

Por más que hayas crecido

¡Y vaya que lo has hecho!

No dejo de vislumbrarte,

tierna y pigmea, trastabillando

por emular mis raspones

en esa patineta hecha a tu medida.

Te la he dado sin decírtelo

(su jurisdicción debe seguir siendo tema polémico);

aunque es casi seguro que sabes

que siempre ha sido tuya.

No puedes saberlo por mí.

Esa preciosa joya de vítreo plástico astillado,

ensamblada con humilde pabilo,

debe seguir siendo un bien en reclamación:

es mi pase seguro a las galerías de tu atención

y a los recuerdos de nuestra infancia.

Selvas de auyama, torres de mango

y montañas de granzón,

vienen a emplazar las constantes querellas

por la perinola,

también los cohetes de caucho y mecate

que servían para sortear chancletas voladoras

y mapanares,

cuya abnegada ternura se ha dejado ver

en la falta que hace su presencia

en un mundo más grande y voraz.

He estado orgulloso de ti desde aquel primer encuentro,

presentía que mi nombre te quedaría incluso mejor que a mí

y puedo asegurar que no me he equivocado.

Cuando todavía el mundo no sabía de la luz

que ocultaban esas pestañas,

ya se habían convertido en motivo de mi existir

y su regalo en la promesa de que nunca estaría solo.

Tu esencia, hecha de lo mismo que la mía,

está metida en mi sangre

y, desde entonces,

has pasado constantemente

por la encrucijada de mi corazón

y los recodos de mi alma.

No puedo más que darte las gracias:

Crecer junto a ti

no ha dejado de ser un viaje maravilloso.

1 comentario en “Poesía joven: poemas del carabobeño Víctor Carbonell”

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